Nacimiento y primeros años de Sebastián Muñoz Beigveder

En las entrañas de la Málaga más jonda, allá por 1876, nació en Álora un niño llamado Sebastián Muñoz Beigveder. Muy pronto, la afición comenzó a llamarle “El Pena Padre”, un apelativo que, con el tiempo, se convertiría en sinónimo de arte verdadero, de cante que se bebe a sorbos y se siente en el costillar.

Desde su infancia, Sebastián respiró duende: la herencia de su familia —con su primo Diego el Perote ya consagrado en los cafés malagueños— le regaló un escenario natural para forjar su voz. Aquel chaval, acostumbrado a escuchar las palmas rezumar misterio bajo las cuevas y tabancos, supo desde temprano que el flamenco no era sólo un oficio, sino un modo de vida.

Los primeros pasos en el flamenco y la influencia de Cuba

Los primeros pasos de El Pena Padre se dieron en los cafés cantantes de Málaga, templos de madera y luz mortecina donde el cante brotaba con la fuerza de un volcán a punto de estallar. Allí, entre compases de soleá y seguiriya, aprendió a modular la dulzura y el pellizco, a combinar la serenidad de una malagueña al alba con la intensidad quebrada de una cabal clásico. Cuando el destino marcó su llamada a filas y marchó a Cuba, no solo dejó atrás el abrazo de su tierra; cobijó en su garganta ritmos nuevos, ecos afroantillanos que, a su regreso, contagiarían al público español.

Fue en aquel exilio militar donde se prendió la chispa que inspiró su famosa seguiriya de cambio, la célebre “cabal del Pena”, grabada en 1907: una pieza que, desde su voz, fundía los aires de guajiras con la solemnidad honda de la seguiriya pura.

La importancia histórica de sus grabaciones en pizarra

Aquel registro, hecho en pizarra, no fue un simple capricho técnico: fue un acto de permanencia. Porque grabar en pizarra significaba entrar en la historia sonora. Estos discos, frágiles como el cristal y girando a 78 revoluciones por minuto, eran capaces de atrapar apenas unos minutos de voz y guitarra, pero con la intensidad de una fotografía sonora eterna. Eran el primer soporte físico de la memoria flamenca. A través de ellos, los ecos de El Pena Padre llegaron a oídos de generaciones que jamás lo escucharon en vivo, pero que sintieron, en el chisporroteo de la aguja sobre la goma laca, la vibración de lo auténtico.

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Reconocimiento y leyendas en España y Marruecos

Al regresar, su fama ya había cruzado fronteras. Sevilla y Granada le aplaudieron, pero fue en el Protectorado español de Marruecos donde generó leyendas: se cuenta que las noches en Tánger vibraban al compás de su cante, que viajaba montado en un suspiro de deseo, acompañado siempre por los guitarristas más prestigiosos de su tiempo, como un cortejo de estrellas que orbitaba alrededor de su tesoro sonoro.

Aquellos años de giras por toda España forjaron al maestro que, en 1938, decidió echar anclas definitivamente en Málaga. Sin dejar de latir su sentido del cante, El Pena Padre abrió una pequeña tienda de ropa; podía parecer un giro inesperado, pero las estanterías se impregnaron de ese mismo arte: cada prenda, cada conversación en el mostrador, llevaba el eco de una melodía profunda que calaba hondo en quienes entraban a saludar.

Legado y continuidad del arte de El Pena Padre

Más allá de su presencia física, su legado se multiplicó en las voces de quienes aprendieron sus estilos y en su propia sangre: su hijo, conocido genéricamente como El Pena Hijo, siguió el fuego hecho cante, mientras que colegas y discípulos continuaron alimentando la escuela que aquel hombre había creado sin pretenderlo.

La “malagueña de Pena” y la “guajira de Pena” se erigieron en clásicos obligados para cualquier cantaor que abrace la pureza del jondo; y, a día de hoy, su seguiriya de cambio sigue retumbando en las grabaciones históricas, recordándonos que, con voz y sentimiento, se puede traspasar el tiempo.

Influencia en la música contemporánea

En un guiño fascinante al devenir de la música, generaciones después, artistas como Rosalía rescataron su “cabal del Pena” para su disco de debut, ‘Los Ángeles’, bautizándola “De plata”. Aquella versión moderna, que retoma el matiz antiguo de una seguiriya nacida en 1907, demuestra que la llama de El Pena Padre sigue viva: una llama que se transmite, que se reinventa, pero que jamás se apaga.

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Así, el hombre que convirtió la dulzura en duende y la melancolía en belleza suprema continúa cantando en cada tablón de madera, en cada quejío profundo, en cada aprendiz que, al escuchar sus grabaciones en pizarra, siente que el arte no caduca. Porque El Pena Padre no solo fue un cantaor: fue el latido íntimo de un flamenco eterno, la voz que hizo temblar paredes, la raíz profunda que aún nutre el árbol flamenco del siglo XXI.

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Corriente Rural Inma Rivas

Inma Rivas es fotógrafa, gestora cultural y apasionada del mundo rural. Lidera Corriente Rural, un proyecto dedicado al desarrollo integral de territorios, recuperación patrimonial, investigación histórica y arqueológica, etnología y arqueobotánica, aportando documentación gráfica. Promueve turismo sostenible y regenerativo, organizando eventos culturales y festivales históricos. Además, presenta De Mil Colores, un programa radiofónico que destaca las historias de los pueblos y su gente. Para ella, Corriente Rural simboliza un latido constante que conecta pasado y futuro, impulsando la fuerza de lo local como motor de cambio.